Diego Coppa
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sábado, 5 de agosto de 2017

¡Zombi! ¡Zombi!

Amputado de una mano y un pie, se arrastraba con el zapato deshecho trazando surcos en el barro y el aserrín de la pista. Graznó y rechinó los dientes que le sobresalían del paladar: sus muelas habían sido desgranadas con el cortafierros por los ayudantes del Presentador, y al resto de la dentadura se la deformaron con tenazas. No decía nada, no podía decir nada: le habían descuajado la lengua. Se revolcó convulso, pataleó y arqueó el espinazo. Terminó por agarrotarse y abrir ante el público los gajos de su boca, con ese vibrátil muñón de lengua.
¡El zombi, señoras y señores! ―vociferaba el Presentador torciendo su amplia galera y escupiendo sobre el micrófono― ¡El zombi!
Y la gente ―todos ellos menos uno― arengaba y mascaba pochoclo entre carcajadas. Le lanzaban la bosta de los elefantes y los leones, exigiendo otra amputación. Hombres y niños, mujeres y viejos se deleitaban ante ese latir, ante aquellos restos oscuros del cerebro, esa goma derramada que palpitaba incesante de rojo. En un costado de la pista tronaba la motosierra de su verdugo, que la blandía sonriente.
Ahora el monstruo se abrazaba las rodillas, formaba con el barro y la mierda una ciénaga amarronada. Así encogido, ocultaba la cara y las perforaciones del estómago.
Pero a Leónidas, disimulado entre los salvajes pueblerinos, los vítores ya le sonaban perdidos, ausentes. Mitigaba su horror empuñando la navaja que escondía en el amplio bolsillo del pantalón. Intentaba convencerse de que, de haberse contado entre el público, Eliana se hubiese compadecido del muerto vivo. Y se dijo que ella haría lo mismo que estaba a punto de hacer él: la molotov que también ocultaba sería capaz de purificar a esa bestia del infierno. Salvarlo del dolor. Salvarlo del escarnio.
Las risotadas y los empujones del público lo trajeron de nuevo a la tribuna. Querían saborear cada momento del estertor de aquello que no moría ni podría morir jamás.
Ahora tomates podridos estallan de gusanos al estrellarse contra la cabeza del monstruo. Se arrastró hasta arrodillarse en una tarima. Convulso regurgitó sangre oscura y pus que volvió a sus venas por las cavidades del tórax.
Las vísceras afloran: el corazón bombea en un compás monótono, y el pulmón se infla a cada bocanada de aire.
El zombi levanta al cielo los brazos y abre amplia la mano que no ha sido cercenada, cuando el latigazo de un ayudante le lacera la espalda.
Los niños ríen, gritan:
¡Zombi! ¡Zombi!
¡Morite de una vez, zombi!
El Presentador le estrelló un mazazo en la cabeza.
¡Tengan preparada la motosierra! ―gritó, dejándolo caer boca abajo.
Y la multitud clamó un hurra. El presentador desenfundó una Colt 1911, y hundió la boca del cañón en el espinazo del monstruo.
Amartilló la pistola.
Los gritos unánimes clamaron:
¡Que se muera! ¡Que se muera!
El disparo de la .45 hizo eco en cada pliegue de la carpa hasta hacerse estridente en los oídos de Leónidas. La estrella de aquel espectáculo se contorsionaba por el barro.


La luna iluminaba las calles de tierra, y Leónidas corría con todo el aliento que le quedaba. Se detuvo frente a su casa. Al restregarse las manos usando la remera como si fuera un trapo, el hedor a gasolina lo despabiló. Temblando, hurgó en sus pantalones hasta encontrar el llavero.
Levantó la vista hacia el horizonte: fuego y humo se elevaban perdiéndose en el cielo nocturno.
Recién pudo abrir al tercer intento. No bien entró cerró la puerta tras de sí, y a pasos largos se acercó a la ventana. Espió afuera por la rendija de la cortina.
¿Lo habrían seguido?
Haciendo un ida y vuelta en el hall de entrada, Leónidas pensaba en el maldito cartel. Anunciaba la mayor de las atracciones de aquel circo ambulante:

¡ZOMBI!
EL MAS ESPELUZNANTE SHOW JAMÁS VISTO

La molotov se había estrellado contra la pista, y el fuego prendió rápido en el aserrín y trepó por entre las vísceras del zombi, que empezaba a carbonizarse. Y Leónidas, en medio de su escape, pudo oírlo graznar y rugir y aullar, acaso no de dolor o furia, sino de insaciada voracidad. Al darse vuelta, vio, a unos cincuenta metros, que las llamas se extendían por las carpas de los “artistas”. Si tenía suerte, pronto ese muladar maldito sería polvo y cenizas. Y él podría respirar tranquilo.
Pero nunca los perdonaría.
Enfermos, sí. Todo el puto pueblo estaba enfermo. El mundo entero estaba enfermo, apestado de pecado. Y ese circo de fenómenos era el pecado mismo.
Y él estaba seguro de que le había hecho un bien a la humanidad. ¿Qué pasaría si de alguna forma esa criatura se hubiese liberado? Ese monstruo no podía andar suelto por el pueblo. Él no podía dejar las cosas así. No. Por Dios, no. Eliana se lo iba a agradecer. La humanidad lo haría. Ese zombie reptante y desdichado debía irse en paz, y sin terminar con la vida de nadie.
Un chirrido metálico lo paralizó: ¡el descorrerse de una ventana!
Y provenía de algún rincón de su casa.
Abrió la navaja, y dio un paso hacia el oscuro comedor.
Parpadeó para acostumbrarse a los difusos haces de luz. Una sombra se movió, dejó a la vista una camisa blanca. La camisa acompañaba a un traje de gala que se fundía en la negrura. Más arriba, un pañuelo rojo adornaba un cuello. Sobre la cabeza equilibraba un alargado y payasesco sombrero de copa. Las mejillas del Presentador se borroneaban en una palidez circense, en contraste con la supuesta comicidad del tipo: lejos de resultarle cómico, a Leónidas aquello lo aterraba. Los dientes deformes y amarillentos, sonreía mostrándolos con orgullo. Se sacó el sombrero con un giro artístico y lo dejó apoyado sobre su pierna. Enseguida se incorporó de su reverencia, y su voz carraspeó, oscura:
Ha matado a nuestra mascota, mi amigo.
Leónidas intentó dar un paso hacia atrás, pero el otro lo agarró del cuello. Sus pies patalearon en el aire, mientras intentaba clavar el cuchillo en los fuertes brazos que lo sujetaban.


¡Morite, zombie!
Oyó aquel grito con la cara hundida en el barro. Sus uñas rasguñaron la mierda y el aserrín, y el nuevo pistoletazo se superpuso a los truenos y le fracturó una pierna. Ni intentó abrir la boca: uno de los ayudantes se la había cocido con alambre de enfardar. Entre función y función, los ayudantes del Presentador lo surcían con retazos de cuero de cerdo.
El show debe continuar ―decía el Presentador.
Sí: el show debía continuar.
Siempre.
Le pisotearon la cara, se la patearon hasta arrancarle el tabique. En su cerebro de no-muerto, los pliegues de la carpa se le antojaron telarañas tendidas hacia el infinito.
Aparte de eso, sólo había dolor. Y era por el hambre.
Un hambre voraz como un cáncer. Sí: la muerte dolía.
También había tristeza, pero él era incapaz de soltar lágrima alguna.
El ojo que le quedaba se atrevió a observar detrás de las rejas: entre el público distinguió una hermosa figura.
Eliana, que lo contemplaba con regocijado horror.
Pero ella no reconoció a Leónidas. Nunca lo haría.


Diego Nahuel Coppa